Divino Sexo
La poesía como segunda lengua
La sexualidad en cualquiera de sus expresiones, por su
condición cercana y sensible, ha sido musa evidente de incontables artistas de
la plástica a la danza. El misticismo adyacente a la práctica sexual, propiedad
referida al potencial extático de las descargas erógenas, convierten el simple
acto de la copulación, visceral en cuerpo y espíritu, en una experiencia
religiosa. El orgasmo, nivel ulterior a todos los placeres posibles, es el
puente que conecta las sensaciones físicas con otros planos incorpóreos. De
allí que los franceses le otorgaran el bien merecido nombre de le petit mort,
por la proximidad que aquella experiencia tiene con la muerte. En el clímax
convergen y se entonan cada uno de los sentidos, desatando una coalición de
respuestas sensitivas que sobrevienen en la pérdida fugaz de la consciencia.
Este segundo veloz es un arrebato después de un ápice de vida, dando a los
amantes, tras recuperar el control sobre sí, un efecto de resurrección propia
de lo divino. Tal es la fuerza con la que lo místico se consolidó a modo de
parte y producto del sexo, que la mitología nos remite una y otra vez a este
supuesto atributo conferido al erotismo. El mito en la Grecia clásica nos
ofrece suficientes ejemplos de ello; pero la más encantadora, por no decir peculiar,
muestra de la relación que puede existir entre la sensualidad carnal y lo
supernatural, se encuentra en el hogar de todas las familias cristianas y
judías, entre las páginas de su libro sacramental. Lleva el nombre de El Cantar
de los Cantares y es, probablemente, uno de los mejores poemas eróticos jamás
escritos.
En la literatura y la filosofía occidental, la
distancia entre el concepto del amor como motor del impulso creador—la
fecundación y sus procesos consecuentes—y la religiosidad jamás ha sido
suficiente para anular los nexos que los correlaciona. Previo a la
cristianización de los pueblos europeos, el culto a la sexualidad era típico y
significativo para el comportamiento cultural y espiritual de las sociedades
precristianas. Ya fue mencionado que la mitología grecolatina, a la que me
refiero por su influencia preponderante sobre la Europa mediterránea y,
consecuentemente, las postulaciones filosóficas en el territorio acerca de la
naturaleza hierática humana que repercutieron sobre las ideas actuales de la
misma, está cargada de leyendas que entremezclan la magia y el misticismo con
el ejercicio gozoso de la sexualidad. Los múltiples hijos de Zeus, dios padre,
engendrados no directamente por efecto de su omnipotencia, sino requiriendo la
copulación, demuestran que para los griegos, existía una conexión importante
entre el sexo y la divinidad.
Salta a la vista que un escrito cargado de tantas
imágenes impetuosas y erotizantes, ostente un importante, aunque breve, espacio
entre los libros canónicos de las corrientes judeocristianas del mundo. A pesar
de no ser la única representación de la sexualidad entre los cientos de pasajes
que configuran la biblia, es sin lugar a dudas la más extensa y explícita de su
tipo. La obra, dudosamente adjudicada al Rey Salomón, relata las penurias de
una pareja de amantes, hombre y mujer, que se acercan a materializar su afecto
para luego ser apartados el uno del otro, continuando la desdicha de un amor
irrealizable. Los versos dan al lector en una experiencia multisensorial tan
nítida que lo encarnan de manera involuntaria en el rol apasionado de alguno de
sus protagonistas, envolviéndolo entre aromas, caricias, colores y sensaciones
térmicas que disuelven las tensiones e invitan al recién incorporado amante a cumplir
su cometido de amar sin medida, en un instante que se prolonga. Según sostiene el
poeta Reynaldo Pérez Só, puede que esta función estimulante fuese en un
principio el objetivo del poema, el cual, a modo de versos rituales, sería
utilizado en la consagración del matrimonio de las parejas de la época.
Lo que nos sobrecoge en el caso del Cantar de los
Cantares, o al menos en lo que a mí respecta, es la permanencia de éste, un
poema que alaba la lubricidad de dos seres móviles en un entorno de sensaciones,
con un razonable trasfondo matrimonial—aunque en su generación no fuese
relativo a la institución del matrimonio—, como un relato importante de una
religión, o un compendio de ellas, de tradición puritana y abstinente. Más
interesantes aun, son los esfuerzos invertidos en su conservación por parte de
los mismos personajes que profesaban el comedimiento y cuyo poder sobre la
iglesia se exhibía en el peso de sus decisiones sobre la misma. La visión
metafórica, relativamente funcional, que transforma las figuras literales de la
obra en una representación de la relación Dios-iglesia, la cual fue
posiblemente adoptada luego de la anexión del texto a la compilación de libros
sagrados de la fe cristiana, fue probablemente lo único que permitió entonces
que un poema de romance marital, sobreviviera a través de la escabrosa historia
del mal llamado Viejo Mundo. Por ende, lo interesante del asunto no se
encuentra en su perceptible sensualidad, sino a los intentos que se han hecho a
lo largo de los años por proveer a un poema secular el carácter religioso
necesario para posicionarse entre los otros escritos litúrgicos que conforman
el canon de los cultos abrahámicos.
A modo de texto erótico, cumple su función apasionante
a cabalidad. Tanto es así, que su potencial lúbrico es tan real ahora como lo
fue hace 2500 años atrás. Sin embargo, no es su funcionabilidad a partir de lo
literal lo que llama más la atención, sino su eficacia bajo el filtro de una
lectura religiosa, igual de provechosa que la apreciada desde lo textual, lo
que le otorga una ambivalencia supernatural que va de lo humano a lo etéreo y
nos devuelve a la idea de la experiencia pasional a manera de conexión entre
dichos extremos. El éxtasis monástico y fervoroso jamás se aleja en cuanto a
sus propiedades del orgasmo, manifestación máxima de la corporeidad. En ambos
casos, las dos modalidades, aunque inversas en cierto modo, son dos vías
encaminadas a un mismo estado elevado que enlaza a quien lo alcanza por el
final de un camino con el extremo último del contrario. Muestra de ello fue Santa
Teresa de Jesús, quien transmitió con su prosa poética y sus versos la
posibilidad de un acercamiento al erotismo a través de la plegaria y el
recogimiento, constatando así el verosímil origen de lo divino, o al menos el
de la aproximación humana practicable, en la unión de cuerpo y el alma como uno
solo.
Tal vez, en cierto sentido, es ese el mensaje que
pretende transmitir uno de los libros más polémicos de los que componen el
Antiguo Testamento bíblico o, quizá, es los que aquellos que aprobaron su
adhesión, polémica hasta nuestros días, al canon regular de los cultos
antiguos, y a los modernos por herencia directa, intentaron expresar con tal
acto misterioso. De una u otra manera, la calidad poética del susodicho, y la
gloriosa manera con la recrea en la mente y los sentidos del lector imágenes
vivificantes que se amontonan con energía y ritmo, condecoran a esta alegoría
religiosa-poema romántico-relato afrodisiaco como una de las mejores obras de
la lírica universal.
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