Todo artista ha considerado alguna vez, en mayor o menor
medida, que el camino hacia el éxito creativo es también el camino hacia la
originalidad. De ese pensamiento se establece, tanto por influencia de su formación
académica como por los deseos personales de sobresalir que la mayoría de las
personas compartimos, el potencial innovador como ideal necesario. El pintor,
el músico y el poeta procuran la producción de elementos que sean más emotivos,
más atractivos y más memorables que otros ya realizados; y asimismo, en casos
más atrevidos, se proponen la demolición de los antiguos esquemas y la
construcción de unos nuevos a partir de su obra.
No es aventurado pensar que el ejercicio creativo encuentra
su máximo exponente en la generación artística. El arte entraña en su propia
naturaleza la unificación de las habilidades y destrezas del artista para construir
nuevos elementos que se exponen, según su intención originaria, usualmente
orientada a la búsqueda del potencial inventor, a figurar como una nueva visión
de la realidad o una idea replicada de percepciones anteriores previamente expuestas
y aceptadas, según el grado—menor o mayor—en el que dicha búsqueda sea fructífera.
Los elementos recién nacidos, las ideas
manifestadas a través de alguna práctica artística, conllevan el carácter nuevo
propio de cualquier otra cosa que es producida por primera vez, pero es preciso
comprender que este atributo es distante y distinto al potencial transformador
que pueda o no tener el producto.
Resulta curioso que incluso cuando pretendemos salir de los
parámetros establecidos por los cánones de la realidad en la que vivimos, nos
adecuamos naturalmente a la moda en la que estamos enmarcados, incurriendo en
la insistencia en el gesto, la imagen y el ritmo. En efecto es posible dar características
propias e identificables a un trabajo desarrollado en los parámetros de una
corriente artística, un Monet es diferente a un Seurat cuando en ambos se hace
uso de técnicas similares que se acomodan a la tendencia profesada por sus autores;
sin embargo, mientras más nos ajustamos a la reproducción mecánica de los
aspectos que configuran nuestras preferencias creativas—los rasgos de nuestra
obra—, nos distanciamos progresivamente del ideal de la originalidad y
producimos, en consecuencia, más basura para el montón.
La artista del performance Avelina Lesper advierte que «La
repetición sistemática no es entendimiento, no hay asimilación ni uso de la
imaginación, es simple reacción de corto plazo, superficial, desechable.
Inevitablemente se convierte en un cliché, en la pose del que hace y no piensa».
En el caso del performance, la instalación y otras modalidades de arte enfocadas
en el concepto que comparten origines recientes—y que, por consiguiente, son
vistos con una mirada que escudriña en pro de lo novedoso—, esta propensión a
la reiteración es particularmente común. No más común que en otras formas de
arte de mayor manufactura, pero cuando son tan contadas las manifestaciones conceptuales
y gran parte de ellas recogen y transmiten un mismo mensaje—la idealización de
la sangre menstrual o el desnudo, por ejemplo—, se da una apertura a la visión
general de dichas modalidad artística como repetitiva, incluso cuando es
evidente que en otras artes la redundancia de las imágenes y el contenido es
mayor. Tal y como lo alegaba Iósif Stalin, «una sola muerte es una tragedia; un
millón de muertes es estadística».
En el caso particular de la poesía, según defiende el poeta
Sergio Quitral, al asimilar el lenguaje que se piensa como “poético”,
sentenciamos lo que escribimos a formar parte de un estereotipo, que suena bien
o luce estético, pero que pierde toda la fuerza de lo auténtico. La originalidad exige un estado crítico, por
tanto, lo original es la manera en la vemos la realidad o se ven las cosas al
apartarnos del gusto colectivo. Al conformar nuestro trabajo según dichas
preferencias comunales, sea de manera consciente o inconsciente, puesto que
casi siempre ignoramos el modelo al que formamos parte, lo condenamos a
separarse permanentemente de la posibilidad de modernizar, o incluso de romper
el modelo en sí, desactivando todo el potencial generativo que podría tener
como manifestación artística.
No obstante, la aspiración a la originalidad también
presenta limites difusos que al ser transgredidos desembocas en productos
artísticos que rozan con los absurdo e incomprensible y, por tanto, no cumplen
con su función comunicativa. El historiador del arte Arnold Hauser pensaba que ninguna
obra por muy original que sea, puede poseer novedad en todo respecto, en cada
uno de sus elementos. Toda arte situado en una conexión histórica muestra,
junto a sus rasgos originales, rasgos también convencionales. La obra de arte
tiene que utilizar medios de expresión conocidos y probados, no sólo para
hacerse comprensible, sino incluso para poder acercarse a las cosas. El artista
tiene que haber visto cómo se representa un objeto, para poder y querer
representarlo.
Con las nuevas modalidades, las nuevas forma de hacer las
cosas, y la ruptura de un modelo previo la producción artística evoluciona
naturalmente adaptándose a esas maneras, no ayudando a la generación original a
partir de las características de la pieza que generó la ruptura, sino al
desgaste vertiginoso de la innovación que ésta en algún momento expuso. Como si
se tratara de una tendencia instintiva, nos adecuamos y adecuamos nuestro arte,
como estrategia de supervivencia, a ciertas corrientes de pensamiento y acción;
pero son esas mismas normativas las que funcionan como barreras que nos alejan de
la novedad en la obra. Es imperioso darnos cuenta de la existencia del modelo y
despertar de la domesticación para emprender el camino que siempre buscamos atravesar
pero en el que nunca estuvimos encauzados: la vía a la originalidad.
La repetición de los elementos: ¿originalidad en el arte?
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